Desde antes de casarnos, Diana ya mostraba actitudes violentas y anómalas. Pasé por alto las señales y me enfoqué en fortalecer nuestra relación; pero con el paso de los años desvistió su carácter compulsivo, manipulador y paranoico: me insultaba, me agredía físicamente y me amenazaba con dejarme. Sólo dejaba de atosigarme cuando satisfacía sus caprichos y recaudaba la poca autoestima que me quedaba. Pero me armé de valor, y harto de que machacara mi dignidad, le pedí el divorcio; me amenazó con quedarse con el setenta por ciento de las ganancias de mi empresa, y de no hacerlo, se aseguraría de que me encarcelaran por farsante y evasor de deberes conyugales.

Salió victoriosa y logró quedarse con todos mis bienes. Pese a que había sido un matrimonio traumático y lacerante, aún la extrañaba; traté incluso, bajo una entrañable relación con los fármacos y el alcohol, de quitarme la vida y deshacerme de la creciente desdicha, pero un vecino que sospechaba de mi lamentable estado emocional, llamó a las autoridades para que evitaran una posible tragedia. Llegaron dos agentes y me pidieron mi documento de identidad, revisaron el sistema y me dijeron que tenía dos comparendos y que debía acercarme a una oficina para cancelarlos; el paz y salvo se expediría en dos meses y luego debía hacer un curso pedagógico, por lo que no veían conveniente que partiera en ese momento: lo mejor era hacerlo dentro de unos seis meses, y que cuando todo estuviese saldado no vendrían a interrumpir mi travesía hacia la muerte.

Comprendí que la vida me estaba dando una segunda oportunidad y que debía seguir luchando hasta encontrarle sentido, así que, con gran entusiasmo, decidí empezar de nuevo y crear otra empresa. Llegué a la oficina y, extrañado, noté que era la única persona allí; me acerqué a un cubículo y le comenté a una muchacha la razón de mi visita. Mientras se miraba las uñas y mascaba chicle, me dijo que no sería posible debido a que el gobierno no era gran partidario de las empresas privadas, debido a que explotaban a los trabajadores; ahora todos los ciudadanos debían trabajar en el sector público. Se percató de mi rostro entristecido y me dijo que no me preocupara, que habían vacantes de cerca de un salario mínimo: sólo tenía que delinquir y quitarle la vida a quien se resistiera al atraco, pero únicamente si era necesario. Después me preguntó si sabía disparar un arma y si dominaba el uso artístico de puñales y cuchillos; a lo cual respondí negativamente. Agregó que si aceptaba el trabajo me darían un kit de paz que incluía una moto, todos los útiles y un permiso especial para salir libre veinticuatro horas después que me detuvieran.

Finalmente, acepté el trabajo, pero el gobierno se enteró de mi intento de suicidio y me dio una incapacidad de quince días; desde luego, prometí no volverlo a hacer y buscar ayuda. Estoy profundamente agradecido con quienes me permitirán ejercer esta bella profesión. No los defraudaré.

 

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Salomón Salazar De la Rosa
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Salomón Salazar De la Rosa - Estudiante de Periodismo y Administración de Empresas, columnista y coordinador local de Estudiantes por la Libertad.